Una mujer embarazada no pierde un bebé. El bebé se muere y la deja rota, amputada, con la casa llena de objetos sin sentido, las miradas de lástima de la parentela y la negación y el silencio de los que consideran que de eso no hay que hablar.
La muerte de un hijo en el útero es tan muerte como cualquier otra y el dolor es tan grande como si ese hijo hubiera muerto en su cuna o en un accidente de tránsito o de una enfermedad o de hipotermia escalando el Aconcagua; pero los demás no soportan no saber qué decir y por lo tanto dicen pavadas o no dicen nada, ni siquiera los pésames de compromiso.
Un entierro rápido, un silencio que se corta a cuchillo, una soledad inmensa y el vacío. Donde antes latía la vida ahora hay un hueco helado, una cicatriz para siempre, un vientre desalojado. Y encima de todo la expresión “perdió un bebé”, como si no lo hubiera sabido cuidar, como si fuera su culpa, como si no fuera la puta suerte, la perra vida.
Y pasa, pasa todo el tiempo; en el mismo instante miles de mujeres en el mundo paren hijos muertos y arrastran el dolor profundo de toda madre a la que se le muere un hijo, pero mucho más incomprendido, silencioso y solitario. Como si fuera poco, se siente culpable, porque todos dicen “perdió el bebé”, porque la miran como si debiera algo, como si estuviera en deuda con el padre, los tíos, los abuelos de esa personita que se fue antes de haber llegado y dejó a todos con los peluches y las batitas en la mano.
Pero vos no llores, porque vas a tener otros hijos. No llores, porque total sos joven. No llores, porque tenés un marido que sufre al verte llorar. No llores, porque no hay mal que por bien no venga, Dios sabe por qué lo hace. Si no nació tal vez es mejor. Así no sufre. No llores, porque a todos les fastidia verte llorar. Excepto para la madre, para los demás, después de un tiempo, la vida sigue como si no hubiera pasado nada. Ni siquiera lo olvidan porque no hay recuerdos. Para la madre sí, queda el recuerdo del cuerpo habitado, de la espera, de las ecografías, de los cuidados, de los sueños, del nido armado para un pichón que voló antes de romperse el huevo, y el amor, el inmenso amor que también fue gestando y que ahora no encuentra dónde, no encuentra cómo, no encuentra a quién entregar.
Escribo esto y sé que te estoy fallando. Me pediste palabras de consuelo y no las tengo. Creo que no existen. Sólo encuentro palabras para describir tu dolor y acompañarte, comprenderte, llorar con vos y tratar de convencerte de que tu angelito voló hacia el lugar donde viven los bebés que no aprendieron a respirar en este mundo, durmiendo en camas de algodón de azúcar, arrullados por las canciones de cuna de todas las madres que no llegaron a cantarlas.
Las mujeres en general somos bichos fuertes, resistentes al dolor, capaces de llorar hasta secarnos, de ordenar el caos en cajitas y distribuir el peso en las valijas para hacerlo soportable, de caminar por la vida en tacos altos y levantarnos de cualquier caída.
Te prometo que el día menos pensado, cuando llores todas las lágrimas que no sabías que tenías, vas guardar tu dolor en su correspondiente caja, vas a meterlo en la valija para llevarlo a cuestas sin que te tumbe y vas a volver a sonreír. Y aunque no lo puedo jurar, creo adivinar que esa sonrisa tuya un buen día se va a encontrar, como en un espejo, con la sonrisa plena de alguien que, sin ser exactamente igual a vos ni a ese bebé que nació dormido, se les parecerá bastante.
Autora: Natacha Matzkin
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